Muere lentamente quien se transforma en esclavo del habito,repitiendo todos los días los mismos senderos,quien no cambia de rutina (…)Pablo Neruda
¿Quién no ha vivido una crisis cuando tuvo que tomar alguna decisión importante para sí mismo? ¿Quién no recuerda los diversos momentos de pasajes de su vida con cierta angustia?
La noción de crisis está indisolublemente unida a la vida, esas crisis que nos acompañan y nos acompañaron a lo largo de nuestro singular recorrido.
Hablar de crisis supone plantear la noción de conflicto psíquico en el que se ponen en juego fuerzas pulsionales y deseantes, se confrontan frases conocidas con otras frases que actúan igualmente, o quizás con más fuerza, pero que desconocemos completamente.
No existe crisis que no presuponga la presencia del conflicto, ni conflicto que no se dé en una crisis. El supuesto equilibrio psíquico, o la tan discutible normalidad, no serían entonces la ausencia de conflictos (o de crisis) sino los intentos de encontrarles las soluciones más o menos adecuadas. Crisis sería cualquier momento de decisión significativa en nuestra vida.
Pero ¿acaso la vida humana no está marcada justamente por permanentes decisiones que cambian drásticamente, o pueden cambiar, el curso de nuestra vida? Decidir sobre nuestra carrera profesional, si estudiaremos o no, y qué carrera escogeremos, si continuaremos viviendo en casa de los padres, cómo queremos vivir el amor, si formaremos una pareja, si tendremos hijos, si seremos padres —que no es lo mismo que tener hijos—, si compraremos una casa o viviremos de alquiler, en definitiva, decidir sobre cómo queremos que sea nuestra vida. Son decisiones críticas, en las que cada uno tiene que elegir, posicionarse para que otros no decidan por uno.
Teniendo en cuenta los recursos con los que cuenta cada sujeto, algunos de estos procesos de cambio suelen aparecer como imposibles de resolver. Es decir, la crisis se precipita como un desequilibrio entre la complejidad del escenario que se nos presenta y los recursos para enfrentarla.
Igualmente, ante una crisis siempre existe la posibilidad de esperar a que desaparezca de la misma manera en que apareció: que el tiempo cure las heridas o que las aguas vuelvan a su cauce, como dicen los dichos populares.
En esta espera, sin lugar a dudas, se pierde la posibilidad de dar a luz la riqueza, el crecimiento, que una crisis encierra y que una pertinente intervención psicoanalítica puede generar.
Cuando hablamos de crisis también planteamos la oportunidad para que se genere un crecimiento en el que se ponen en juego viejos y nuevos saberes. Pensar que la vida es simplemente una sucesión de etapas que comienza con el nacimiento, sigue con la infancia, pasando por la pubertad, hasta llegar a la adultez y que culmina con la muerte. Es pensarlo desde un punto de vista evolutivo que no alcanza para explicar el crecimiento humano, porque justamente el ser humano crece a saltos y no cronológicamente. Pensemos en el niño, cuando comienza a hablar, pronuncia fonemas sin sentido hasta que dice una palabra. Es a partir de ese momento que decimos que todo el lenguaje entró en él, y para eso, precisamente, no estaba preparado; se produce en él un salto cualitativo que no tiene que ver con lo evolutivo, porque el crecimiento es siempre a destiempo. Es decir, que el tiempo cronológico no es lo único que podemos considerar para comprender el devenir humano, también se van produciendo una serie de cambios que tienen que ver con la edad social y la edad sexual correspondiente.
Si caracterizamos las crisis veremos que son tan múltiples como variadas en su origen. Porque la crisis podría entenderse entonces, de modo muy general, como la repercusión psíquica de complejas situaciones vitales, la forma en que estas situaciones son vividas por el sujeto, a partir de múltiples y muy variados factores históricos: su inscripción económico-social, familiar, su propia historicidad, sus vicisitudes como sujeto psíquico. En el curso del crecimiento humano y de la constitución del sujeto acontecen una sucesión de fases diferenciadas, períodos transicionales con transformaciones intelectuales y afectivas. Estos períodos serían definidos como crisis vitales. Pero también habría períodos similares de alteración psíquica debido a contingencias de la vida, donde habría una pérdida de los recursos psíquicos con los que cuenta un sujeto, o se presentarían como amenazas de pérdida. Estas crisis se llamarían crisis accidentales.
Dijimos que las crisis se pueden manifestar en los diversos momentos de un sujeto, situaciones propicias, también, para el cambio: la paternidad, la maternidad, el nacimiento prematuro de un niño, el ingreso al mundo escolar, las edades mediana y avanzada, los cambios de situación. Sin embargo, muchos lo viven con un alto grado de angustia y caen presa de un estado de paralización ante la resolución. Constantemente estamos inmersos en problemáticas por resolver, por pensar o por decidir. Las crisis son situaciones que resultan de una interacción con otros, y con las posibilidades individuales de gestionarla. Se dice que un sujeto en crisis se encuentra en un campo singular en el que existe la necesidad de efectuar un cambio, pero este cambio se presenta como imposible de operar; el sujeto se halla sumido en una situación que parece imposible de resolver, pero, a su vez, es una situación que parece imposible de ser abandonada. Ahí hay un goce, un goce inconsciente.
Luego están aquellas crisis que sobrevienen accidentalmente y nos ponen en situación de urgencia subjetiva. La muerte inesperada de un ser querido, un accidente que deja secuelas graves, una grave enfermedad, una violación, un intento de suicidio, un embarazo no deseado o brotes psicóticos, son acontecimientos que colocan al sujeto en un estado de urgencia. Entonces aparecen frases del orden “¿por qué me pasa a mí?”, “¿ahora qué hago?” o “no sé qué hacer, todo se derrumbó dentro de mí”…
Varios autores abordan esta cuestión y plantean que, en estos casos, el sujeto se queda sin recursos simbólicos para poder elaborar los acontecimientos. Se produce una ruptura en la dimensión de la palabra; estallido, exceso, explosión que irrumpe en la escena que lo sostiene en su mundo y provoca un quiebre discursivo.
Urgencias subjetivas en donde el actuar sustituye al decir con palabras. Es por ello que la presencia del analista cobra mayor relevancia, ya que a partir de una demanda por parte del sujeto, el dispositivo analítico entra en juego para que se reinstale la dimensión de la palabra, para que ésta pueda propiciar el pasaje del hacer al decir y se introduzca un corte, una demora, una postergación, ahí donde el tiempo de elaboración subjetiva ha quedado colapsado.
Es preciso instalar un espacio, un tiempo y una escucha analítica en que el paciente pueda reconocerse en esa repetición que lo angustia, en el que puede llegar a hacerse una pregunta por lo que le pasa, que en todo caso sería saber sobre su propio síntoma. Frente a la urgencia es necesario contar con una organización y una serie de dispositivos para enfrentarla, sin que ello implique dar una respuesta urgente.
Urgencias subjetivas en donde el actuar sustituye al decir con palabras. Es por ello que la presencia del analista cobra mayor relevancia, ya que a partir de una demanda por parte del sujeto, el dispositivo analítico entra en juego para que se reinstale la dimensión de la palabra, para que ésta pueda propiciar el pasaje del hacer al decir y se introduzca un corte, una demora, una postergación, ahí donde el tiempo de elaboración subjetiva ha quedado colapsado.
Es preciso instalar un espacio, un tiempo y una escucha analítica en que el paciente pueda reconocerse en esa repetición que lo angustia, en el que puede llegar a hacerse una pregunta por lo que le pasa, que en todo caso sería saber sobre su propio síntoma. Frente a la urgencia es necesario contar con una organización y una serie de dispositivos para enfrentarla, sin que ello implique dar una respuesta urgente.