¿Hay que decir toda la verdad a los niños?

anabel-lopez-psicoanalista



Es habitual que recibamos en la consulta a padres que plantean sus dificultades a la hora de educar a sus hijos. Traen miedos, fantasías y angustias en relación al crecimiento en cuanto a las relaciones con los otros en la escuela o en casa; algunos llegan asustados porque desde la escuela recomiendan que inicie una terapia para que traten su ‘agresividad’ o su falta de ‘autocontrol’; otros vienen cómo si lo que le pasa a su hijo no tiene nada que ver con ellos; otros llaman angustiados porque observan en su hijo/a una serie se comportamientos extraños que quieren resolver urgentemente; En suma, recibimos y escuchamos a madres y padres que quieren saber ¿qué les pasa a sus hijos?. Para poder responder está pregunta es necesario que ellos participen activamente en la terapia de su hijo/a.

‘Cada familia es un mundo’ dice un refrán popular. Es por ello que es necesario que en las sesiones con los padres podamos re-construir ese mundo familiar, para poder escuchar la particularidad de cada uno de los integrantes, para situar qué lugar ocupa ese niño o niña en la familia, qué acontecimientos importantes pueden haber marcado la vida familiar, etc.


Al ser humano se le habla desde antes de nacer

Desde el momento que una pareja decide formar una familia, comienzan a pensar en cómo será ese ser, a quién se parecerá, etc. Podríamos decir que el ser humano primero nace al deseo de los padres. Cuando nace un bebé los padres lo abrigan con sus palabras, lo calman en sus brazos y le cantan una suave canción. A los bebés se les habla sin que ellos cognitivamente puedan comprender lo que se les está diciendo. Sin embargo, los padres construyen posibles respuestas: si se ríe es porque le gusta lo que le están diciendo, o si mira a los ojos a la madre es porque la quiere; este juego de atribución irá variando según la lectura que hagan uno u otro.

Los niños descubren el lenguaje porque oye hablar a su madre con su padre o con otro adulto y a él de la misma manera. Entonces, aprenden el lenguaje más rápido. Ahora bien, es hablando a un bebé como se habla con otra persona, sin usar diminutivos, sin usar un lenguaje que no pueda comprender ninguna otra persona, como le damos acceso al lenguaje hablado. En muchas ocasiones parece que el niño comprende más aún de lo que se le está diciendo, percibe la comunicación inconsciente que se le envía, esa comunicación de explicación, antes incluso de conocer la gramática del lenguaje. Cuando los padres discuten delante del bebé —creyendo que no se va a enterar de nada— es habitual que éste rompa en llanto inmediatamente.


¿Cómo hablar con los niños?

Muchas madres y padres hablan a sus hijos pequeños de la misma manera que le hablan a la mascota de la casa, con un lenguaje meloso, acaramelando las verdades, ocultando ciertos acontecimientos, que no favorecen para nada su crecimiento. Esto no quiere decir que los padres tienen que hablar con sus hijos y contarles todas sus preocupaciones o problemas como si estuviesen hablando con su pareja o con una amiga, sino que aquello que favorece el desarrollo, aquello que lo abre a la vida, es hablarle sobre las cosas del mundo y de la vida sin intentar reducir el tema. En el caso de que el niño no esté preparado para comprender lo que se le esté diciendo, será letra muerta para él y no la escuchará.

La curiosidad infantil y el deseo de saber

De esta manera es como la propia curiosidad del niño lo conduce a interesarse por saber más cosas sobre sí mismo y sobre el mundo para comprender y hacerse un lugar en él. Ese deseo de saber puede chocar con la labor educativa de los profesores, que a través de la enseñanza intentan domeñar el mundo psíquico del niño. Todo lo que concierne al saber está anclado a lo pulsional, el saber y el gusto, en un principio, van de la mano: hablamos del gusto por saber o el apetito de aprender. Pero también choca, la curiosidad del niño, con el discurso de los padres, los mayores exponentes del saber. Como puede ser ante el tema de la muerte, la pérdida de un familiar cercano, abuelos, tíos o una mascota. Ante estas situaciones algunos niños preguntan ¿por qué se mueren? ¿Qué quiere decir estar muertos?

El historiador francés Philippe Ariès, en su libro El hombre ante la muerte, trata, entre cosas, esta cuestión y plantea que la muerte se ha transformado en un tema tabú, se la tiende a ocultar a los niños creyendo que de esta forma les ahorrarán el dolor que supone perder a una persona querida y negando lo observable: la expresión cambiada y afectada de los rostros familiares. A veces se le oculta al niño este acontecimiento, y justamente sale por otro lado: retroceden en clase o dejan de controlar esfínteres. Y si no se les oculta el tema aparece endulzado con una explicación que no se la creen ni ellos mismos: la abuela está en el cielo y nos está mirando o se fue a descansar a un lugar lejano. Sin embargo, ese pequeño filósofo, a pesar de las evasivas en las respuestas, establece relaciones y puede llegar a pensar que los adultos o bien tienen miedo de hablar de la muerte o, si dicen la verdad, no saben nada acerca del tema.

Los adultos, como los niños, dedicamos gran parte de nuestra energía psíquica interrogándonos, preguntándonos: ¿por qué será? ¿Por qué será esto o aquello, así, o del otro modo? ¿Por qué es oscura la noche y brillante el día? ¿Cómo recordamos las cosas? Todos nos hacemos estas y otras infinitas preguntas y nos las repetimos, por sabios que lleguemos a ser, durante toda la vida; porque una pregunta engendra otra y por eso, desde que el mundo es mundo, siempre se han preguntado los hombres: ¿por qué será? Intentando encontrar el sentido de nuestras cosas, del funcionamiento del mundo, del amor, de la vida, de la muerte.

Hay que considerar que el niño llega a un mundo en funcionamiento, regido por normas, prohibiciones, en el que cada cosa tiene un nombre que él desconoce completamente. Podemos esperar que las preguntas que formula cuando comienza a hablar intenten paliar el desconocimiento. Otras pueden girar en torno al porqué de las cosas. A medida que vaya conociendo más palabras para nombrar y relacionar las cosas del mundo, la imaginación del niño irá creciendo, al igual que las teorías que construye.

“Del ansia del saber del niño testimonia su incansable preguntar, que tan enigmático parece al adulto mientras no se da cuenta que todas esas preguntas no son sino rodeos en torno a una cuestión central y que no puede tener fin, porque el niño sustituye con ellas una única interrogación que sin embargo no planteará jamás”. Es de esta manera como S. Freud aborda el deseo de saber.

Muchas de la preguntas de los niños no apuntan a ser respondidas de forma inmediata, algunas muestran la imaginación de este ante determinadas cuestiones, otras se dirigen a ver cuál es el límite de los padres en sus respuestas. Escuchamos frecuentemente a padres que relatan el espontáneo desinterés del hijo cuando ellos finalmente se disponen a dar explicaciones solicitadas previamente con insistencia. Es habitual presenciar escenas en las que el niño va acorralando, paso a paso, al adulto que finalmente responde malhumorado con un no sé. Justamente es hacia ese no saber, hacia ese lugar en el que algo no está completo, hacia donde el niño apunta.

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